SOBRE EL AUTOR

jueves, 26 de enero de 2012

Enseñanzas de mi tierra...

Nuestra historia nos marca. El lugar donde nacimos; las calles que caminamos; los parques en los que jugamos; las historias que escuchamos; la comida que degustamos; las personas con quienes convivimos…


El fin de semana estuve por primera vez en Tlaxcala, la ciudad del mestizaje; el hogar de los tlaxcaltecas y el comienzo de una historia que sigue escribiéndose. Fui ahí por invitación de alguien que apenas se asomó a mi vida, pero que es amigo de uno de esos hermanos de la infancia que no llevan nuestra sangre y que llamamos amigos. Fue un viaje memorable, divertido, lleno de rica comida, de buenos amigos y de fuertes sentimientos de pertenencia; algunos que comienzan a formarse y otros que han estado ahí desde hace siglos. No quisiera describir cada una de las actividades que realizamos, pero sin duda cada una de ellas hizo latente lo mucho que compartimos como mexicanos, como hijos de una generación que vivió la acelerada urbanización de los últimos cincuenta años y como herederos de una historia de un país que cada día siento más mío.



Tlaxcala, como sabrán, y si no saben les cuento, es conocido por muchos como la cuna de quienes traicionaron a los suyos por encima de los españoles, hay incluso un famoso libro llamado “la culpa es de los Tlaxcaltecas”, escrito por Elena Garro, cuyo título no podía ser más explícito. Esta aseveración responde a la alianza que los Señores Tlaxcaltecas celebraron con Hernán Cortés, misma que facilitó su entrada y conquista de Tenochtitlan. Pero no, definitivamente yo no los llamaría traidores, ni los culparía por el éxito de la Conquista. Para empezar, no fueron ellos los únicos que se aliaron con los españoles, antes lo hicieron los Señores de Zempoala y después lo hicieron muchos más, además, antes de hacerlo, el hijo de uno de los cuatro señores principales, los enfrentó sin éxito. A esto habría que sumar que estas alianzas representaron para muchos de los señoríos independientes de ese tiempo, una posibilidad de mejora ante el dominio prevaleciente de Tenochtitlan, y sólo a cambio de algunos rituales y apoyo. Así, que dicha aseveración de una traición tlaxcalteca sería infructuosa. Sin embargo, es latente que nuestra historia sigue viva ahí. La confluencia entre las raíces indígenas y españolas está en todas partes; en las familias, en las calles, en las iglesias, e incluso diría que en el aire que se respira. Al respecto, recuerdo una frase de un historiador mexicano que decía que aunque suele considerarse a la conquista como una ruptura con el pasado, lo que indudablemente es cierto; en realidad esa ruptura no fue tan radical como parece a primera vista.



Esa historia, nuestra historia, está particularmente presente en el Ex Convento de San Francisco; en las escalinatas para llegar a él y en las manos y pies de quienes han pisado ese lugar. La visita al Convento fue sin duda uno de los momentos más intensos del viaje. Estaba sentada ahí, en una banca de madera, con Jesucristo mirándome, y de pronto cerré los ojos y comencé a dar gracias por el día, por la oportunidad de estar viva y por poder compartirlo con personas tan especiales. El recinto estaba particularmente tranquilo, a pesar de que momentos antes se había llevado a cabo una boda, misma que había sido amenizada con la siempre llegadora música interpretada por mariachis. Estaba ahí, pues, y de pronto me percaté de que mis nuevos amigos estaban viendo una ceremonia que se oficiaba en la capilla que estaba a la derecha del altar central. Caminé hacia ellos sabiendo que sería un momento especial, pero no tenía muy claro por qué. Y de pronto lo vi: acababan de bautizar a un bebé en el mismo lugar en que quinientos años antes habían bautizado a los cuatro señores de Tlaxcala. El golpe fue portentoso:



“En esta fuente recibieron la fe católica los cuatro senadores de la Antigua República de Tlaxcala. El acto religioso tuvo lugar el año de 1520, siendo ministro Dn. Juan Díaz, Capellán del Ejército Conquistador, y Padrinos el Capitán Dn. Hernán Cortés y sus distinguidos oficiales Dn. Pedro de Alvarado, Dn. Andrés de Tapia, Dn. Gonzalo de Sandoval y Dn. Cristóbal de Olid. A Maxixcatzin, se le dio el nombre de Lorenzo, a Xicohténcatl el de Vicente, a Tlahuexolotzin el de Gonzalo y a Zitlalpopocatl el de Bartolomé, así lo refieren las (…)”



Esas frases me transportaron a lo ocurrido en ese preciso lugar cerca de quinientos año atrás; me llevaron a esos momentos que para muchos fueron de tristeza, de confusión, incluso de imposición, y de los cuales ahora queda sólo un recuerdo. Hace un par de años hice un viaje a Chiapas con una de mis hermanas y aún recuerdo una historia que se quedó grabada en mi alma para siempre. Hay, a orillas del Cañón del Sumidero un punto más alto que todos los demás; tan alto que cualquiera que decidiera lanzarse de ahí perdería la vida. Y fue de ese punto, que cientos de indígenas decidieron lanzarse al vacío antes que ser colonizados; antes de perder su identidad; sus raíces, sus costumbres, sus creencias. Fueron ellos, al igual que tantos grupos indígenas de nuestro país que decidieron refugiarse en las zonas altas, inaccesibles y perdidas de las sierras, quienes me recordaron, una vez más, parte de quién soy. Soy parte de esa misma mezcla, esquizofrénica en ocasiones, que va y viene. Mis raíces indígenas me definen, al igual que el pasado y presente mestizo. Soy parte de esa historia, vivo sus contradicciones y me maravillo con su fuerza.



Veo ahora los pies de esta mujer sin rostro y me veo a mí, veo a mi abuela, a mi tatarabuela y antes de ella a los cientos de miles de mexicanos que me precedieron. El viaje a Tlaxcala me da para escribir más, pero por ahora, esto es lo que tengo. Gracias México por tus miles de colores, por tus olores, por tu viento y por el calor con el que me abrazas; gracias México por ser mi tierra. Gracias chicos por invitarme.